
En Sandoná, occidente de Nariño, la elaboración de los sombreros de paja toquilla o iraca se constituye en una tradición centenaria que ha sobrevivido gracias a la vocación artesanal de cientos de familias que, de generación en generación, comprendieron que su artículo no solo puede identificar al hombre o la mujer del campo, sino también que le puede dar un toque de elegancia al citadino.
En sus propias casas, sin el apoyo del Gobierno o del sector privado, los artesanos improvisaron sus talleres y montaron modestos almacenes. Ahí trabajan hasta bien entrada en la noche.
Alberto de la Rosa Diez, un pensionado de la Policía, se enamoró de Alba Lucía Palomino y de los sombreros que ella confeccionaba con lujo de detalles junto a sus padres.
“De allí en adelante me dedique a las artesanías, para que no termine esta bonita tradición”, dice este artesano de 52 años de edad, quien, desde que se despierta y hasta que se acuesta está rodeado de sombreros.
En este municipio de origen Quillacinga, enclavado en la subregión del Guaico (zona donde se concentran siete municipios del occidente de Nariño), rodeado de montañas sembradas con caña panelera, café, plátano e iraca, 50.000 habitantes viven de la materia primaria del sombrero.
Este cultivo se extiende también a las vecinas localidades de Linares y Ancuyá.
En el 2001 se estima que en el perímetro urbano de Sandoná existían 282 tejedoras de sombreros, con una producción anual de 70.500 unidades. Pero en el 2002, a partir de un censo, se contabilizaban 2.780 artesanas con una producción de 695.000 unidades.
Hoy quedan 1.500 artesanas y artesanos que producen alrededor de 500.000 sombreros al año. Esta reducción en el número de tejedores se explica porque las mujeres más jóvenes una vez terminan su educación secundaria buscan un cupo en la universidad y emigran a ciudades como Pasto, Cali o Medellín.
Pero la tradición no se pierde. El sábado, día tradicional de mercado, campesinos y campesinas al casco urbano cargados con el producto terminado. Los intermediarios se quedan con unos 4.000 sombreros.
“Yo trabajo el sombrero aquí y aquí mismo lo vendo, pero hay varios talleres que lo están exportando a países como Estados Unidos, España, Alemania y Francia”, dice Alberto de la Rosa.
La elaboración de un sombrero unisex, sencillo, le toma un día; en uno mucho más delicado se le van entre ocho y 10 días y en uno extrafino, entre 15 y 20 días.
El precio de los sombreros oscila entre los 20.000 y 250.000 pesos.
“Pero nos ha perjudicado mucho el contrabando del sombrero porque están entrando a Colombia los de tela, los chinos y ecuatorianos, eso nos ha afectado a todos los artesanos porque su comercialización ha bajado considerablemente”, dice con preocupación de la Rosa.
“A pesar de existir en Sandoná una cooperativa y una asociación que agrupan a los pequeños productores, no se ha logrado consolidar una estrategia que permita enfrentar ese flagelo y volver a posicionar el producto en los diferentes mercados”, agrega.
Patrimonio Cultural
Ante el éxodo las jóvenes artesanas y el contrabando, durante la última década los artesanos comenzaron a innovar y diversificar.
Ahora, en los talleres y almacenes ubicados en la calle principal del barrio San Francisco se pueden observar enormes vitrinas en donde los artesanos muestran con satisfacción y orgullo una gran variedad de elementos elaborados con sus manos prodigiosas en paja toquilla, como bolsos, muñecas, llaveros, collares, porta celulares, manillas y diminutos aretes, todos decorados con tintas naturales que extraen de la pepa del nogal.
Y como la artesanía del sombrero está ligada a una tradición familiar, Alejandro, su hijo, de 20 años, piensa que ya es hora de que el sombrero sandoneño sea declarado Patrimonio Cultural de la Nación, iniciativa que viene madurándose desde hace algunos meses.
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